¿Tienes Síndrome de Diógenes? Ya sabes, es esa enfermedad que tiene que ver
con la obsesión de acumular. Se
aplica normalmente a aquellas personas que no pueden desprenderse de objetos
físicos, pero yo creo que es algo extensible a otros ámbitos, como el emocional
(apego) y el mental (datofagia).
Quisiera compartir contigo una Vieja Historia del Sufrimiento. Te
la presento para que deduzcas cuáles son las leyes del sufrimiento. Esas notas
las reuní bajo la forma genuina de un texto que he titulado:
EL TANGO DEL
ARTE Y LA BASURA
“El camino del exceso conduce a la sabiduría.” Ese proverbio infernal de
Blake fue, durante mucho tiempo, el justificante de mi adicción datofágica. Está muy extendido el Síndrome de Diógenes mental. Mentes blableantes sin parar. Mentes
monopolizadas por palabras. Mentes devoralibros y devoraconceptos.
Sobrealimentación cerebral. Posesividad intelectual. Un mono parlanchín. Todo
eso está bien si es útil y está ordenado. De lo contrario... mmm... llega un
momento en el que no te puedes mover, nada nuevo puede entrar en ti. Una cabeza
llena de cosas carece de espacio, se vuelve poco flexible…ahí empieza la locura por exceso de información; que es diametralmente
opuesta a la locura santa o positiva de la que habla Bajtín en su ensayo sobre
lo carnavalesco. Es evidente que estamos llenos de cosas. El
inconsciente... es una especie de cuarto trastero desordenado en el que nos da
miedo entrar. El inconsciente es una
excusa para el Todo, que entra a perturbar la Nada.
Durante aquel
tiempo me dolía tener los ojos abiertos, BULÍMICA DE MIRAR. Intuía los cráteres, las
espinas de los objetos mediocres. Tanta
basura alrededor de los contenedores, con su función meramente acumulativa.
Una decadencia también intelectual. Tantos diálogos infectos, repetidos hasta
la saciedad, en bocas vacías, agujereadas por naturaleza. Cuando determinados tipos hablaban, confirmaba
mi teoría de que la boca es un cero
enorme enmarcado por una especie de ventosa. LA BOCA ES UNA CICATRIZ QUE SÓLO
PUEDE CURARSE CON AYUNO Y SILENCIO. Nada más meritorio que la vida sedentaria
de un árbol.
Habitaba en una
fase barroca.
No tenía la serenidad que confieren los años, y era demasiado joven e
imaginativa como para pensar en mi decoro femenino. Mi cara reflejada en los
ojos del otro era una calavera escheliana. Visualizaba a Eva lamiendo EL CRÁNEO
de Yorich en vez de la manzana roja de la bruja de Blancanieves.
ME DOLÍAN MI
NECESIDAD DE HABLAR Y DE COMER. Cada vez que comía carne me imaginaba al animal
en el campo, iluminado por la luz del
sol.
Protagonizaba el peor de los asesinatos: mi espíritu ignorante veía primero el
corral y, después, el matadero. Mi espectro amenazaba la felicidad de la res.
Yo era una lengua babeante y tiránica a distancia. Había asesinado al pollo y
después escondía mi culpa a través de la bula, el ticket de compra. Era aún
niña y mi madre se preocupó sobremanera porque me comía el pollo llorando.
Imaginaba un dulce animalito inocente picoteando pienso. Y me odiaba a sí misma
y a la humanidad, que concebía como una plaga muy similar a las ratas de
cloaca.
Recuerdo el
hipersomnio o el zazenismo idiotizante. Horas tirada en la cama mirando al
techo, sin la intención de mover un solo dedo. Asqueada de las famosas
actividades que generan basura. Tanta forma, tanto horror vacui y
casilla de horario se transformaban en un obstáculo, una molesta mota en el
ojo. Bulímica de información y propaganda. Esos rostros sonrientes invadiéndolo
todo con sus colores satinados. Bulímica de títulos académicos. Sólo buscaba el
dulce calor de la manta que a veces recuerda a lo tibio del útero materno.
Repito que entonces era demasiado joven
como para pensar en lo exquisito. Todavía no había lobotomizado una parte
de mi cerebro para vivir tranquilamente con un trabajillo estable y un techo de
alquiler. Vivía en la prisión paterna (cualquier adolescente siente que vivir
en casa de sus padres es una libertad condicional), escuchaba música
estruendosa y me negaba a deshacerme de mis trillados pantalones tejanos.
Pero una tarde, después de tomar el café en casa de un
amante poco serio, decidí ir a buscar los apuntes de francés para ponerme a
estudiar. Me sentía un poco eufórica debido a mi vulnerabilidad a la cafeína.
Bajé por un ascensor lleno de envoltorios de Mc Donalds y le dije a mi amante:
“Mira qué guarra es la gente”. Después llegué a la calle y respiraba como
siempre ese oxígeno en simbiosis con la supuración de los tubos de escape. Pero
algo sucedió. Cuando llegué al semáforo, encontré un monopatín al lado de un
contenedor de basura, y yo lo deseé, aunque me parecía irracional este deseo.
Era un trasto, pero yo lo quería, aunque no tenía intención de convertirme en
una skater. Pensé que podía utilizar su vientre para pintar un cuadro
bajo las ruedas y crear una pintura dinámica. Sin embargo, fui cobarde, y no
recogí el monopatín (que, por cierto, estaba dentro de una bolsa a juego) por miedo a la mendiguez o por pereza
peatonal. Sólo los proscritos –pensaba entonces, contaminada por la recta
educación de la escuela- recogen la inmundicia que rodea los contenedores. Las
miradas de los demás son flechas hirientes para el enajenado que toca aquello
que otro ha repudiado.
Más adelante, en el siguiente basurero, me crucé con un
cuadro cuyo cristal estaba roto: contenía la imagen de una mujer desnuda, de
espaldas. La figura femenina alzaba los brazos hacia una mariposa extraña,
también con cuerpo de mujer: casi satánica. También pasé de largo ante este
segundo objeto deseado. Para adquirir el póster debía dar patadas al cristal
del cuadro, en una acción semivandálica que sin duda llamaría la atención de
los vecinos.
Llegué a mi casa y yo deseaba el monopatín y el póster de
la mujer ante la mariposa celeste. Cogí el diccionario de francés, di un
beso muy rápido a mi madre y a mi hermana y bajé rápidamente las escaleras de
mi ático sin ascensor. Cuando llegué a la calle, miraba al suelo, buscaba
basura. Vi el pomo brillante de un cajón y lo recogí de su orfandad absoluta.
Me parecía la pieza brillante de un ajedrez inexistente. Como un peón dorado.
Seguí la trayectoria de los contenedores del barrio. Así fue como supe que pertenezco al gremio de los que buscan entre los
escombros algo brillante y gratuito, al margen del monopolio capitalista. Así
empecé a reciclar basura.
He descubierto, por otra parte, por qué pongo tanto empeño en basar mi arte en la transformación de la
basura o de los sentimientos más bajos. Tengo el karma mártir del
proletario. No tengo un puto duro. Se me cae el alma al suelo cada vez que veo
lo que cuesta cualquier cosa. Normalmente la gente repudia la basura y paga por
lo que no considera basura. Yo tuve que cambiar el chip. No puedo
comprar x y reciclo y, que no es exactamente x, aunque,
bien mirado, es casi x. Basta con imaginar y poner lo que falta. El anticapitalismo ha de ser tremendamente
creativo para no tener un final truculento.
Ahora vivo para observar la basura y pienso en cómo
transformarla en oro. Algo similar a lo que hacían los antiguos alquimistas.
Las cosas más viles y sucias de nuestro alrededor, hábilmente combinadas y
cocidas a fuego lento pueden transformarse en algo hermoso. Así opera la naturaleza, que abona los bosques con la podredumbre de
las plantas y animales muertos. La alquimia es mi única manera de sobrevivir en
el suburbio, de soñar al lado de un río lleno de ácidos químicos y peces de
tres ojos.
En fin, ojalá el texto haya
sido catártico o ilustrador de lo
que implica ser un Diógenes físico, emocional y mental.
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