jueves, 16 de julio de 2015

¿Tienes Síndrome de Diógenes?

¿Tienes Síndrome de Diógenes?  Ya sabes, es esa enfermedad que tiene que ver con la obsesión de acumular. Se aplica normalmente a aquellas personas que no pueden desprenderse de objetos físicos, pero yo creo que es algo extensible a otros ámbitos, como el emocional (apego) y el mental (datofagia).
Quisiera compartir contigo una Vieja Historia del Sufrimiento. Te la presento para que deduzcas cuáles son las leyes del sufrimiento. Esas notas las reuní bajo la forma genuina de un texto que he titulado:

EL TANGO DEL ARTE Y LA BASURA

“El camino del exceso conduce a la sabiduría.” Ese proverbio infernal de Blake fue, durante mucho tiempo, el justificante de mi adicción datofágica. Está muy extendido el Síndrome de Diógenes mental. Mentes blableantes sin parar. Mentes monopolizadas por palabras. Mentes devoralibros y devoraconceptos. Sobrealimentación cerebral. Posesividad intelectual. Un mono parlanchín. Todo eso está bien si es útil y está ordenado. De lo contrario... mmm... llega un momento en el que no te puedes mover, nada nuevo puede entrar en ti. Una cabeza llena de cosas carece de espacio, se vuelve poco flexible…ahí empieza la locura por exceso de información; que es diametralmente opuesta a la locura santa o positiva de la que habla Bajtín en su ensayo sobre lo carnavalesco. Es evidente que estamos llenos de cosas. El inconsciente... es una especie de cuarto trastero desordenado en el que nos da miedo entrar. El inconsciente es una excusa para el Todo, que entra a perturbar la Nada.
Durante aquel tiempo me dolía tener los ojos abiertos, BULÍMICA DE MIRAR. Intuía los cráteres, las espinas de los objetos mediocres. Tanta basura alrededor de los contenedores, con su función meramente acumulativa. Una decadencia también intelectual. Tantos diálogos infectos, repetidos hasta la saciedad, en bocas vacías, agujereadas por naturaleza. Cuando determinados tipos hablaban, confirmaba mi teoría de que la boca es un cero enorme enmarcado por una especie de ventosa. LA BOCA ES UNA CICATRIZ QUE SÓLO PUEDE CURARSE CON AYUNO Y SILENCIO. Nada más meritorio que la vida sedentaria de un árbol.
Habitaba en una fase barroca. No tenía la serenidad que confieren los años, y era demasiado joven e imaginativa como para pensar en mi decoro femenino. Mi cara reflejada en los ojos del otro era una calavera escheliana. Visualizaba a Eva lamiendo EL CRÁNEO de Yorich en vez de la manzana roja de la bruja de Blancanieves.
ME DOLÍAN MI NECESIDAD DE HABLAR Y DE COMER. Cada vez que comía carne me imaginaba al animal en el campo,  iluminado por la luz del sol. Protagonizaba el peor de los asesinatos: mi espíritu ignorante veía primero el corral y, después, el matadero. Mi espectro amenazaba la felicidad de la res. Yo era una lengua babeante y tiránica a distancia. Había asesinado al pollo y después escondía mi culpa a través de la bula, el ticket de compra. Era aún niña y mi madre se preocupó sobremanera porque me comía el pollo llorando. Imaginaba un dulce animalito inocente picoteando pienso. Y me odiaba a sí misma y a la humanidad, que concebía como una plaga muy similar a las ratas de cloaca.
Recuerdo el hipersomnio o el zazenismo idiotizante. Horas tirada en la cama mirando al techo, sin la intención de mover un solo dedo. Asqueada de las famosas actividades que generan basura. Tanta forma, tanto horror vacui y casilla de horario se transformaban en un obstáculo, una molesta mota en el ojo. Bulímica de información y propaganda. Esos rostros sonrientes invadiéndolo todo con sus colores satinados. Bulímica de títulos académicos. Sólo buscaba el dulce calor de la manta que a veces recuerda a lo tibio del útero materno. Repito que entonces era demasiado joven como para pensar en lo exquisito. Todavía no había lobotomizado una parte de mi cerebro para vivir tranquilamente con un trabajillo estable y un techo de alquiler. Vivía en la prisión paterna (cualquier adolescente siente que vivir en casa de sus padres es una libertad condicional), escuchaba música estruendosa y me negaba a deshacerme de mis trillados pantalones tejanos.
Pero una tarde, después de tomar el café en casa de un amante poco serio, decidí ir a buscar los apuntes de francés para ponerme a estudiar. Me sentía un poco eufórica debido a mi vulnerabilidad a la cafeína. Bajé por un ascensor lleno de envoltorios de Mc Donalds y le dije a mi amante: “Mira qué guarra es la gente”. Después llegué a la calle y respiraba como siempre ese oxígeno en simbiosis con la supuración de los tubos de escape. Pero algo sucedió. Cuando llegué al semáforo, encontré un monopatín al lado de un contenedor de basura, y yo lo deseé, aunque me parecía irracional este deseo. Era un trasto, pero yo lo quería, aunque no tenía intención de convertirme en una skater. Pensé que podía utilizar su vientre para pintar un cuadro bajo las ruedas y crear una pintura dinámica. Sin embargo, fui cobarde, y no recogí el monopatín (que, por cierto, estaba dentro de una bolsa a juego) por miedo a la mendiguez o por pereza peatonal. Sólo los proscritos –pensaba entonces, contaminada por la recta educación de la escuela- recogen la inmundicia que rodea los contenedores. Las miradas de los demás son flechas hirientes para el enajenado que toca aquello que otro ha repudiado.
Más adelante, en el siguiente basurero, me crucé con un cuadro cuyo cristal estaba roto: contenía la imagen de una mujer desnuda, de espaldas. La figura femenina alzaba los brazos hacia una mariposa extraña, también con cuerpo de mujer: casi satánica. También pasé de largo ante este segundo objeto deseado. Para adquirir el póster debía dar patadas al cristal del cuadro, en una acción semivandálica que sin duda llamaría la atención de los vecinos.
Llegué a mi casa y yo deseaba el monopatín y el póster de la mujer ante la mariposa celeste. Cogí el diccionario de francés, di un beso muy rápido a mi madre y a mi hermana y bajé rápidamente las escaleras de mi ático sin ascensor. Cuando llegué a la calle, miraba al suelo, buscaba basura. Vi el pomo brillante de un cajón y lo recogí de su orfandad absoluta. Me parecía la pieza brillante de un ajedrez inexistente. Como un peón dorado. Seguí la trayectoria de los contenedores del barrio. Así fue como supe que pertenezco al gremio de los que buscan entre los escombros algo brillante y gratuito, al margen del monopolio capitalista. Así empecé a reciclar basura.
He descubierto, por otra parte, por qué pongo tanto empeño en basar mi arte en la transformación de la basura o de los sentimientos más bajos. Tengo el karma mártir del proletario. No tengo un puto duro. Se me cae el alma al suelo cada vez que veo lo que cuesta cualquier cosa. Normalmente la gente repudia la basura y paga por lo que no considera basura. Yo tuve que cambiar el chip. No puedo comprar x y reciclo y, que no es exactamente x, aunque, bien mirado, es casi x. Basta con imaginar y poner lo que falta. El anticapitalismo ha de ser tremendamente creativo para no tener un final truculento.
Ahora vivo para observar la basura y pienso en cómo transformarla en oro. Algo similar a lo que hacían los antiguos alquimistas. Las cosas más viles y sucias de nuestro alrededor, hábilmente combinadas y cocidas a fuego lento pueden transformarse en algo hermoso. Así opera la naturaleza, que abona los bosques con la podredumbre de las plantas y animales muertos. La alquimia es mi única manera de sobrevivir en el suburbio, de soñar al lado de un río lleno de ácidos químicos y peces de tres ojos.

En fin, ojalá el texto haya sido catártico o ilustrador de lo que implica ser un Diógenes físico, emocional y mental. 

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